viernes, 14 de diciembre de 2007

EL BOTARRIPIOS Y SANTA MARÍA DE IQUIQUE

Ya pronto se cumplen cien años de la matanza en la Escuela Santa María de Iquique. En recuerdo a sus víctimas y a uno de sus actores, Alfonso Guerra Cornejo, padre de nuestro amigo y compañero, Alfonso Segundo Guerra, publicamos este homenaje.


EL BOTARRIPIOS Y SANTA MARÍA DE IQUIQUE


Patricio Quiroga Z.


Los sucesos de la “Escuela Santa María de Iquique” (21 de diciembre, 1907) se inscriben en el doble contexto de la expansión de un sistema-mundo y de la dominación oligárquica a escala latinoamericana. La suerte del pampino es correlativa a la explotación del huasipungo y a la destrucción de la comunidad indígena y campesina en México o en Argentina. Estamos, por lo tanto, frente a un fenómeno que rebasa las historias locales. Aunque, como hecho histórico tiene las particularidades únicas e irrepetibles que se produjeron en una coyuntura crítica nacional. Entonces, relativo a la matanza acaecida en Santa María de Iquique, lo relevante para explicar el número de personas aniquiladas, son los mecanismos que explican el desborde, empresa que enfrentamos esta vez con el apoyo de la rica tradición oral que acumuló en el tesoro de sus recuerdos la familia del botarripios Alfonso Guerra
[1].


Presentación. Cuando Alfonso Guerra Cornejo arribó a la oficina salitrera “La Palma” creyó haber dejado atrás una larga estela de miseria y desolación. Nacido en Llico, en 1888, había abandonado la heredad hastiado y fastidiado por las condiciones de vida que imponía el latifundio. Molesto por lo que consideraba como la sumisión al patrón, emigró a Santiago donde conoció la vida del conventillo y saltó de trabajo en trabajo, llegando a conocer en profundidad el hambre y las secuelas de la miseria; de manera que, cuando se fue “enganchado” a probar suerte al norte grande lo hizo en la ilusión de haber logrado una posibilidad para labrar una vida mejor.

Así fue como a principios de 1906 entró a trabajar como botarripios en la oficina salitrera “La Palma”, donde al decir de Alfonso Segundo…

”Inmediatamente se percató que el Dorado estaba lejos, las condiciones de vida en medio de esas soledades eran paupérrimas, las jornadas de trabajo eran extremadamente largas, no había legislación laboral, los trabajadores tenían que comprar sus herramientas. No era todo, escaseaba el agua que había que comprarla, el salario era pagado en ‘fichas’ y la ‘pulpería’ convertía al trabajador en un cliente cautivo y endeudado. Incluso la famosa ‘carreta enflorá’, es decir, el servicio de prostitución que brindaba servicios de oficina en oficina, cada cierto tiempo, era una fórmula de extracción del magro salario, esmirriado también por la proliferación de la venta de alcohol. Ahora bien, si agregamos a esta situación la inclemencia del desierto con sus secuelas de polvo y soledad, recién vislumbraremos la reacción de mi padre en 1907, un joven de 17 años que ya convertido en obrero del salitre, no dudo en incorporarse a la protesta de lo que llamaba los parias del capital”
[2].

El testimonio oral que nos presenta Alfonso Segundo a cien años de la “Hecatombe”, como denominaron los pampinos a la matanza de la “Escuela Santa María de Iquique”, permite volver sobre un tema ya tratado por avezadas plumas. El objeto de este trabajo, entonces, es rendir un homenaje sobre un asunto del cual escuché hablar muchas veces a mi propio padre porque cuando bajaba de Zapiga a Iquique llevando para vender productos de pan llevar aún escuchaba en susurros relatos de la matanza. Es también la ocasión para aportar con puntos de vista del lego en la materia a la ya larga contribución que nos brindan los especialistas en el período
[3].

Los sucesos. Según Alfonso Segundo su padre se había venido al norte encandilado al escuchar las palabras de un hombre de levita del cual lo que más recordaba eran sus brillantes colleras, el sombrero de tongo y la facilidad de la palabra; se trata sin duda de un enganchador
[4]. El impacto entre las expectativas de vida y la realidad debió haber sido brusco al llegar, de manera que es absolutamente comprensible la decisión de votar la huelga, preparar un pequeño apero para el viaje, subir a una carreta y comenzar la bajada a Iquique.

En realidad Alfonso, el barrerripios, llegó al norte grande en circunstancias que en los campamentos salitreros era evidente la presencia de un profundo malestar pampino presente desde hacía ya un par de décadas y que desde 1904 - a lo menos - se había transformado en la acción política que derivó en la coyuntura crítica de fines de 1907. En efecto, en 1904 la preocupación de las autoridades sobre la “cuestión social” se reflejó en la creación de la “Comisión Consultiva del Norte”. Pero, lamentablemente para los trabajadores, las sesiones de doce notables dirigidas por el Ministro del Interior terminaron sin resultados. A continuación en 1905 se produjeron los acontecimientos que condujeron a la huelga de la oficina “La Palma” y de los estibadores del puerto de Iquique. Estado de cosas acrecentado en 1906 cuando la oligarquía impidió asumir el cargo de diputado a Luis. E. Recabarren y en que a través de sendas maniobras habían impedido a los actores de la Mancomunal iquiqueña tener representación en el sistema político. Pero, no es todo, en circunstancias que los trabajadores del desierto exigían mejoras salariales (salario fijo), descanso dominical, jornada de ocho horas, desayuno para mejor soportar la dura faena y enfrentaban el sistema de las pulperías, el gobierno resolvió aumentar el sueldo de los funcionarios de las reparticiones públicas en momentos en que arreciaban – además - la inflación y la devaluación de la moneda. En otras palabras, al igual que en 1890, los propietarios intentaron trasladar el peso de la crisis a los trabajadores del salitre
[5].

Así, la escena para el drama estaba preparada, aunque a manera de entreactos debe tomarse en cuenta que la agitación y protesta obrera eran una constante desde 1890, como ha demostrado en su monumental trabajo S. Grez
[6]. Acto seguido, desde “La Palma” bajó un voluminoso contingente. Alfonso Guerra hizo el trayecto en una carreta perdida en medio de una abigarrada multitud. Según cuenta nuestro interlocutor…

“Nunca más mi padre vio algo igual, no obstante haber vivido, años más tarde, el esplendor de la concentración política. Siempre contaba que desde Zapiga confluyeron las gentes de Tiviliche, Sacramento, Aragón, Enriqueta, Hervatska y California y que en la marcha venían mujeres, niños y muchos peruanos que vendían sus diarios y hablaban sobre la gran huelga de El Callao. Le llamó también la atención la numerosa representación de ‘paisanos’ bolivianos, peruanos y argentinos. La presencia de la pobreza le gravó la imagen de los harapos al viento y de las pieles curtidas que se fundían con los colores de las banderas peruanas, argentinas, bolivianas y chilenas, que se meneaban junto al ritmo de las talcas peruanas y quenas bolivianas, son algo que siempre tuvo muy presente, así como la presencia de los ‘coolíes’ chinos que ahora, después de haberse pasado al bando chileno, cuando la guerra del Pacífico, le reclamaban al Estado chileno su abandono y postración. Todos marchaban confiados en encontrar solución a sus problemas…!la idea de la muerte no tenía cabida¡”

Así fue como fueron llegando los pampinos a Iquique. ¿Cuántos?...nunca lo sabremos a ciencia cierta. No quedaron registros. G. Salazar afirma que eran entre quince y veinte mil
[7]… ¿incluyendo niños y mujeres? Lo cierto es que en Iquique confluyeron dos fuerzas, la de un movimiento huelguístico local que languidecía representado por la “Sociedad Combinación Mancomunal de Obreros” y la de los pampinos[8]. En efecto, como resaltan las publicaciones subalternas de la época, el cuatro de diciembre los empleados del ferrocarril (salitrero y urbano) y los cocheros de Iquique declararon la huelga exigiendo el pago de los salarios a cambio fijo, cuatro días después el paro se extendía a los trabajadores portuarios, movimientos que serían reforzados con el arribo masivo de los obreros salitreros a partir del día quince, los cuales mostraron el peso de su movilización paralizando Iquique, e instando, a través de una convocatoria firmada por José Brigg y Nicanor Rodríguez, a la instalación de una alianza amplia al invitar a constituir, el Comité Central Unido Pampa e Iquique, cuestión recusada por Abdón Díaz a nombre de la dirección de la Mancomunal.

Iquique fue copado
[9]. Los sindicatos se hicieron estrechos, los alimentos escasearon y se tuvieron que habilitar por doquier locales para albergar a los huelguistas. En la “Escuela Santa María”, siguiendo el relato de Guerra Cornejo, la vida transcurría tensamente, las conversaciones, los juegos de cartas y la música eran interrumpidos frecuentemente con noticias sobre las negociaciones. Incluso para facilitar las cosas los mineros del caliche habían delegado la representación en manos de A. Díaz para que este intermediara ante el Intendente, Carlos Eastman. Pero, los patrones como concuerdan, casi todos los historiadores, se negaban a firmar cualquier acuerdo y especialmente a establecer un salario fijo. Sin embargo, no obstante las dificultades, demócratas[10], mancomunados[11] y anarquistas[12], aún confiaban. Por lo que es evidente que carecían de informaciones sobre los movimientos y decisiones de la oligarquía, al mismo tiempo que sobredimensionaban la fuerza de la huelga y que no comprendían los mecanismos de funcionamiento del Estado oligárquico. En ese sentido ya el día dieciséis el intendente subrogante había pedido refuerzos militares al Ministro del Interior, Rafael Sotomayor. Por otra parte, ya se habían puesto en funcionamiento los mecanismos estatales que generaban opinión, castigo y disciplinamiento al desacreditarse el movimiento y condenarse la indisciplina de un grupo excluido considerado como el último eslabón de la escala social[13].

Como fin de acto sobrevino la metralla. Para Alfonso, el botarripio, la vida se transformó de pronto en un infierno…

“Estaba al interior de la Escuela Santa María, los propios dirigentes para evitar mayores roces les habían pedido que permanecieran dentro del recinto. Ya había pasado el medio día, sería media tarde, cuando sintió los primeros gritos y las carreras. Pero, todavía no captaba lo que estaba sucediendo afuera, solamente se le aclaró el panorama cuando sintió la primera ráfaga de ametralladora, luego vino una segunda y finalmente una tercera, acompañada después del ruido cadencioso de los disparos de fúsil. Luego vinieron los gritos de terror. No sabía que hacer, esperó largo tiempo y quiso correr, pero ya era tarde, cuando se dio cuenta lo estaban arreando…se había convertido en un preso. Los marinos lo habían capturado junto a su amigo Eduardo Lara futuro padrino de Alfonso Segundo. Luego los separaron y lo llevaron a la playa, donde en horas de la noche, junto a otros presos, comenzó a ser trasladado a un barco, sin embargo, con un golpe de suerte y ayuda de la oscuridad, pudo tirarse al mar y salir a nado para que posteriormente manos piadosas le brindaran ropa, comida y ayuda, para después de un tiempo de ocultarse volver a refugiarse a Llico”.

El escarmiento no fue improvisado. De hecho se produjo cuando ya se habían concentrado tropas provenientes de los regimientos Chacabuco y Esmeralda, del crucero Zenteno y de los transportes Rancagua y Maipú. El oficial al mando – Roberto Silva - tenía experiencia en combate pues había participado en la guerra con Perú y Bolivia, de manera que conocía las técnicas del combate regular, además había estado presente en las batallas de Concón y Placilla en 1891. Dominaba, por lo tanto, principios básicos de la racionalidad militar como son las nociones de combate en localidades, aniquilamiento de la fuerza viva del enemigo, cooperación de fuego y proporcionalidad en el empleo de la fuerza, de manera que no hubo posibilidad alguna de un exabrupto. Operó de acuerdo con la racionalidad vigente en el ejército recientemente profesionalizado por la oligarquía
[14]. Además, para diferenciar entre una guerra regular y un movimiento de rebeldía popular, que al final de cuentas son civiles desarmados, tenía a su haber la investigación sobre los motines populares de 1903 en Valparaíso, el sofocamiento de una huelga obrera al interior de Tocopilla en 1904, además de haber sido llamado apresuradamente a Santiago cuando se produjo la “Huelga de la Carne” (1905)[15]. Por eso, es impensable justificar la acción por un error de cálculo o una provocación, esto es imposible en una institución “prusianizada” en que se había impuesto el principio del mando jerárquico, y que además - precisamente en 1907- comenzaba la “gran reorganización” de sus filas, la orden oficial para la masacre provino indudablemente desde las alturas de la jerarquía, en este caso de Pedro Montt y su ministro del Interior[16].

La derrota de los pampinos fue contundente, inapelable, miles pagaron la osadía de haber alzado la voz, incluso algunos estudiosos del tema estiman en 2.500 el número de víctimas…el total tampoco nunca se sabrá; además los chilenos sabemos por experiencia cercana que junto a la fosa común se encuentra la fosa clandestina y que, el mar, la montaña y el desierto, también se abren para cobijar al caído…Acto seguido comenzaron las secuelas: la proscripción, las listas negras que negaron el trabajo, el agravamiento de las condiciones de vida del núcleo familiar, la reorganización, las expulsiones del país, y por sobre todo, la expansión del miedo-del-derrotado, agravado por el silencio que recayó sobre los hechos.

Pensando la derrota. Pero, como diría un viejo autor, los hechos, “los porfiados hechos” salieron poco a poco por los intersticios de la censura, rendijas por donde numerosos historiadores, luego de configurar los sucesos, han logrado notables avances en la investigación. En efecto, laboriosamente, al menos dos generaciones de estudiosos han reconstruido en lo sustantivo los acontecimientos, interpretándolos (H. Ramírez), reconstruyéndolos en profundidad (E. Devés), mostrando al hombre de la pampa (S. González), sacando a luz el rol del anarquismo (Míguez y Vivanco), las continuidades en la lucha social (S. Grez), la rebeldía pampina (J. Pinto), el perfil del represor (I. Goicovic), la politización (P. Artaza), etc.

Contribuciones en las que hemos detectado algunos silencios, sobre los cuales quisiéramos aportar, como el referente al tipo de capitalismo que enfrentaron los obreros (habidas excepciones), omisión importante por cuanto la suerte corrida por los parias del capital se enmarcó en la expansión que experimentó el capitalismo latinoamericano. Empero, sorprendentemente, el holocausto pareciera cobrar vida propia al girar el análisis casi exclusivamente en torno al marco de lo-nacional en circunstancias que la expansión del sistema-mundo, estaba operando en todas direcciones incentivando el fortalecimiento de una economía-mundo. En otros términos, pareciera estar faltando una unidad de análisis central, la del capitalismo-de-los-bordes o, al decir de I. Wallerstein, la unidad del capitalismo periférico
[17]; es decir, el de la gradación más baja del sistema-mundo, sociedad en que existían formas de trabajo salariales y relaciones económicas, como el trabajo semi-libre, la ficha-salario, la explotación servil, etcétera, constituidas en formas distintivas del capitalismo-de-los- bordes.

Según Alfonso Segundo, “la sobredimensión de lo estrictamente nacional no estaba en la mente de mi padre, esto debió haber sido una interpretación posterior al conflicto y posiblemente tiene que ver con la ideología que impulsó la chilenización. El viejo tenía bastante información sobre las luchas de las Internacionales, de boca de dirigentes anarquistas europeos que trabajaban con él, se había informado de la semana trágica de Barcelona. También debió haber tenido conversaciones con lectores del marxismo porque siempre decía que por esos años ‘un fantasma recorrió Tarapacá’, límite geográfico que constituyó su vida por aquellos tiempos y al que le asignaba una gran importancia por una sencilla razón, allí operaba un capitalismo diferente con rémoras coloniales como la ficha salario. Recuérdese, además, que también se usaba el mismo cepo con que habían disciplinado a los coolíes chinos en la época de la bonanza del guano. Es, entonces, ese capitalismo el que enfrentaron obreros, comuneros aymaras y extranjeros arraigados en una geografía específica y con una gran diversidad de lenguas, gustos y visiones-de-mundo”.

Los pampinos, entonces, enfrentaron un tipo de capitalismo que configuraba una unidad específica caracterizado por su inserción en el sistema-mundo desde el siglo XVI, en la cual - a diferencia del capitalismo central - el Estado estaba concebido a imagen y semejanza de la oligarquía dominante, la escena productiva salitrera había emergido como consecuencia del auge industrial y mercantil externo, constituyéndose una sociedad en que las modernas clases sociales aún estaban en formación, estado de cosas sobre las cuales presionaban viejas herencias negativas
[18], y la presencia poderosa de formas de vida propias de una franja cultural que todavía no había sido alterada significativamente por la guerra de 1879, sociedad que además debió enfrentar el impacto que significó el paso del capital de la libre competencia al monopólico, cuestiones que dificultaban la acumulación haciendo aumentar la resistencia al cambio del grupo dominante. En consecuencia, lo que se estaba experimentando en aquellos años era la transición de un tipo de capitalismo a otra fase, panorama en que las relaciones precapitalistas eran en realidad parte del paisaje del capitalismo-de-los-bordes que había irrumpido en estas latitudes, mucho menos existía un Estado semifeudal[19]. El capitalismo de esos años era lo que era, una desgracia, un retroceso que aunaba en sí mismo deformaciones en su estructura productiva, conflictos sociales, Estado excluyente-patrimonial y culturas enfrentadas.

Otro silencio importante, en nuestra consideración, es el mutismo respecto a la dimensión continental que llegó a tener la oligarquía, cuya presencia fue común a toda América Latina. Y, aún cuando, los especialistas difieren un tanto respecto al concepto como a los criterios de periodificación, es innegable la estampa de esta en toda la región entre 1880-1930, como sugieren, entre otros, el chileno J. Chonchol
[20], el peruano H. Bonilla[21], o el especialista en historia boliviana H. S. Klein[22].

“Mi padre siempre decía que existían amos del capital y que estaban en las grandes capitales y puertos de América Latina. En sus correrías en busca de trabajo conversó con muchos gañanes, trotamundos como él, libertarios que de esa manera evitaban las cadenas del capital (como siempre acentuaba). Al calor del fogón y del vino fraternal circulaban las noticias provenientes de Argentina, Perú y Bolivia – preferentemente - y siempre aparecía la referencia a los hombres de levita, a la mujer de mantón, pálida y delicada ‘sin carnes, poco rellenita’ gente con aversión al trabajo y desprecio al ‘roto’ chileno, al ‘cuico’ boliviano o al ‘cholo’ peruano, y se molestaba cuando recordaba el desprecio con que los patrones se referían a los trabadores y ‘su prole’ y a la sugerencia de ‘mejorar la raza’. Esos eran sus recuerdos de lo que de joven denominó como ‘futres’ y de viejo oligarquía”.

Desde sus inicios la oligarquía, convertida en la elite-reinante del capitalismo-del borde-latinoamericano, condenó al subalterno a la explotación, al arrinconamiento, o a la extinción. Sus orígenes están ligados a la activación del comercio exterior experimentado entre 1850-1880, aceleración que motivó su expansión hacia el interior con el consiguiente arrinconamiento y eliminación de la población indígena, como fueron, la “Conquista del Desierto” (Argentina) y la “Pacificación de la Araucanía” (Chile), sucesos a los que deben agregarse la expropiación de las tierras de la iglesia en países como México y Colombia y la presión sobre las comunidades andinas. En otras palabras, en los países centrales, el efecto combinado de la segunda revolución industrial, la revolución verde, la expansión colonial y el aumento demográfico de la población, elevaron la demanda de alimentos, materias primas y mercados, generándose la expansión, especialmente del capital inglés, hacia la región en calidad de capital asociado con la oligarquía en cada país. Por otra parte, la presión de esta por ampliar sus pertenencias, para satisfacer las necesidades del mercado, tener opción a la alianza con el capital británico y acceso a las manufacturas, los incorporó en plenitud, como capitalismo periférico, al capitalismo de la libre competencia el que les aportó una nueva racionalidad económica, un salto en la infraestructura, un nuevo lugar de las economías nacionales
[23] en la economía-mundo y una nueva visión-de-mundo (positivismo).

El período de elaboración del proyecto fue continuado por el de la consolidación, aproximadamente entre 1880-1914. Fueron los años en que las economías de la región se transformaron en primario exportadoras, convirtiéndose en dependientes, por lo general, de un solo producto; así fue como salieron de Chile el salitre, el cacao de Venezuela, el café desde Colombia, el banano de Centroamérica, el estaño de Bolivia, etc. En líneas generales, la revolución conservadora tuvo efectos positivos para la construcción del Estado oligárquico, implicó la creación de riqueza, estabilidad política, fortalecimiento de los Estados nacionales y mayores recursos fiscales
[24]. Aunque, no debe perderse de vista, que esto fue sobre la base de la combinación entre la exacción de plusvalía absoluta, permanencia de formas salariales antiguas y coerción. En ese contexto, llegó el ferrocarril a La Paz, los frigoríficos para la industria de la carne a la Argentina, las nuevas instalaciones para la elaboración del salitre a Chile, en un contexto en que el mundo experimentaba una verdadera revolución en los transportes y las comunicaciones. La modernización de las infraestructuras nacionales mostraría así, “un aumento espectacular de la riqueza de la región”[25]… por doquier, se extendió el telégrafo, cambiaron los gustos y apareció un modo de vida que diferenció a la alta sociedad de los subalternos.

Pero, la prosperidad no fue para todos. Los mecanismos constitutivos del capital periférico, del dominio oligárquico, y de la construcción estatal, no contemplaban en este caso a chancheros, retiradores, ripiadores, güincheros o botarripios, o mejor dicho, a ninguna categoría subalterna. Estos estaban contemplados como simple mano de obra (¿o casi herramienta hablantes?); por eso, por ejemplo, miles de indígenas de las serranías andinas fueron enganchados, capturados o reclutados, a través de levas forzosas, para trabajar en la producción del caucho, situación similar que habrían de padecer en la producción salitrera trabajadores chilenos, peruanos, bolivianos y argentinos. En fin, la modernización eurocéntrica impulsó la constitución de un capitalismo que tuvo un pilar importante en la coacción extraeconómica y en compulsivas normas de disciplinamiento laboral. Pero, no vaya a pensarse que estos fueron los únicos mecanismos de la dominación.

Un tercer silencio, en mi consideración, es el relativo al problema del Estado, por cuanto, en la relación que se estableció entre la oligarquía y este, está la explicación del ciclo 1891-1930
[26].

Para Alfonso Guerra el carácter del Estado estuvo siempre claro, según cuentan sus hijos. “Esta fue quizás la gran enseñanza que le quedó después de participar en el ‘holocausto’. Le tenía una desconfianza innata. El Estado no iba con mi padre, después de Santa María se generó concientemente en él una aversión total, para él el Estado era un instrumento de los poderosos para mantener sus riquezas, siendo apoyado en esa dirección por lo que el denominaba como ‘La trilogía’, es decir la trenza entre el burgués, el cura y la milicia, por lo tanto a su juicio el Estado no podía ser enfrentado para reformarlo, sino para destruirlo, tampoco compartía la tesis de la extinción del Estado, para él solo había una solución para la regeneración de sus queridos pampinos y otros pobres: la destrucción. Aunque siempre insistió que ese Estado que el conoció en la pampa, que era un Estado que no contemplaba al trabajador, que los despreciaba, no obstante, los mantenía ocupados sin preocuparse mayormente, hasta que empezaba la agitación y allí actuaba, por lo general, a través de los militares…claro que en ese tiempo no existía la policía nacional”.

Ahora bien, la captura del poder es también común para toda la región, circunstancias en que lo que cambió fueron los procedimientos: la guerra externa (Bolivia), el conflicto entre liberales y conservadores (Colombia), la invasión (Puerto Rico). Así, a través de diversos procedimientos la oligarquía capturó por doquier el Estado y lo transformó, lo que demuestra que el Estado no es único ni homogéneo en el tiempo y que por el contrario es una categoría que se va transformando, siendo en este caso la oligarquía, el núcleo de hacendados / latifundistas, grandes mineros, financistas y exportadores / importadores, el que impulsó el cambio, hegemonizando la integración al sistema capitalista mundial, categorías que además de conformar un frente común de propietarios, detentaron el poder político, económico, social y cultural, constituyéndose en una forma de dominación que – además - practicó el reclutamiento cerrado para las funciones de gobierno y la exclusión total de las capas subalternas
[27].

El Estado-capturado fue, entonces, el resultado de la combinación de una serie de factores históricos que entrelazaron: el sistema-mundo, la oligarquía, el modelo primario exportador, el enclave productivo, las fuerzas armadas, el movimiento popular y la iglesia (católica). Las demandas del mercado internacional fueron satisfechas por una oligarquía que controló la totalidad del poder, adecuando a la sociedad para girar en torno al modelo primario exportador, por lo cual debió controlar y resguardar el enclave productivo de los embates de los productores, función que encomendó a las fuerzas armadas que fueron profesionalizadas y puestas en disposición de confrontar a las comunidades, al mundo popular y a la clase obrera, acción en que encontraron apoyo y comprensión de una iglesia que era parte integrante del Estado y que se mantenía aún enclavada en el antiguo “ideal de cristiandad”, es decir en la visión de un mundo jerárquico e inconmovible
[28].

El Estado que emergió, como toda forma de Estado, fue un constructo histórico, una creación para ejercer dominio, constituyó una forma de Estado que guardaba congruencia con el tipo de capitalismo, es en ese Estado – entonces - donde deben buscarse los mecanismos de dominación teniéndose en cuenta que la combinación de factores históricos fue siendo reforzada simultáneamente con los mecanismos de funcionamiento estatal, producto de lo cual fue emergiendo el Estado-capturado. Por lo tanto, a un Estado que se ubicaba en el capitalismo-de-los-bordes y que se integró en la división internacional del trabajo de la economía-mundo, no puede dársele un tratamiento teórico como si fuera un Estado liberal retrasado por la permanencia de relaciones precapitalistas. Nada de eso, aquel no era un Estado liberal con sus tradicionales funciones de vigilar, castigar, mantener el orden interno y preservar la soberanía. Insistir en esa dirección no deja de ser un tributo a la concepción clásica de Estado
[29] y evitar enunciar las características del Estado que enfrentó el joven botarripios Alfonso Guerra.

¿Cuáles son esas características, entonces? Este es un Estado en que luego de la guerra civil se produjo un acuerdo entre la oligarquía local y nacional triunfante a partir del debilitamiento del poder presidencial, acuerdo que garantizó fundir lo público con lo privado, darle un rango patrimonial a la presencia de las diversas facciones respecto al Estado, para lo que fue muy importante la ausencia de regulación y la repartición equitativa de la autoridad.

En otras palabras, estamos ante la ausencia del estado de derecho, convertido ahora en un formalismo. Acto seguido, siguiendo en esto a E. Fernández
[30], se activaron cuatro exclusiones respecto al subalterno: la social, la política, la administrativa y la legal[31]. Concentrado el poder y excluidas las capas bajas, la coerción se torno prevalente respecto al consenso, por lo que estamos ante una forma de Estado premoderno, en el cual la sociedad política lo es todo, trasgrediendo incluso los espacios de la sociedad civil. Así, en el plano jurídico, se hizo presente una legislación excluyente y represiva; en el institucional, gobierno, parlamento, fuerzas armadas e iglesia, fueron transformados en soportes del Estado, dirigido por una elite que se apropió en su beneficio del sistema político (régimen de gobierno, sistema de partidos, etc.). Invasión que llegó hasta la sociedad civil al mantener la dominación a través de la iglesia católica, convertida en un aparato ideológico de Estado, y de la escuela, esta última restringida por la falta de una ley de educación primaria obligatoria. Pudiendo señalarse lo mismo respecto a la tradición por cuanto esta fue utilizada para generar sometimiento a través del rito y el símbolo.

En suma, entre 1891-1930 la oligarquía construyó un Estado que fundió en su beneficio sociedad civil y sociedad política y que operó a través de mecanismos gubernamentales e institucionales adaptados a sus necesidades, sin dejar lado la febril actividad que caracterizó a la revolución conservadora. Es un Estado en el que la sociedad civil lo es todo y en que el universo social subalterno no está considerado, sino como mano de obra. Por eso, la envergadura de la rebeldía pampina es encomiable y sorprendente, enfrentaron al Estado en el nivel local tarapaqueño sin más armas y apoyo que su fuerza propia.

“Mi papá decía que no tenían en quién confiar como no fuera en la fuerza de los trabajadores del puerto y de la pampa. Permanentemente recalcaba que entre las motivaciones que tuvo para bajar estaba el entusiasmo de gente mucho mayor que él en la organización lograda, en la amplitud del movimiento. Según él, sus compañeros de ruta más viejos le habían contado que unos quince años antes todo reclamo terminaba con asaltos e incendios y la consiguiente matanza de ‘rotos’. Y si de mirar al pasado se trataba la cosa había sido mucho peor después de la guerra. Pero, ahora era diferente porque estaban organizados. Por eso contaba que la mayoría de los pampinos estaban dispuestos a bajar a Iquique, a sabiendas que allí también había una huelga, pensando que podían hacer uso del tradicional derecho al reclamo que siempre había existido en la zona, desde los tiempos remotos. Pero, ahora había algo nuevo - recalca Alfonso Segundo - se había puesto de pié un vasto movimiento social con apoyo de las emergentes organizaciones políticas y con un tenue proyecto de transformación social”.

(Re) valorización del holocausto. El Estado-capturado fue una construcción social destinada a ejercer dominio, no estaba planteado para redistribuir el excedente, elaborar leyes sociales, mejorar las condiciones de vida, o satisfacer la necesidad de descanso del productor; por lo tanto, entre sus funciones no estaban las del Estado benefactor o asistencial
[32].

Es este Estado – ni más ni menos – el que enfrentaron los parias del capital, determinación tomada en condiciones absolutamente adversas. En aquellos años la oligarquía preocupada por la “criminalidad, el bandidaje y las huelgas”, reforzó el papel policial de las fuerzas armadas, aumentando extraordinariamente el número de detenidos a través del país y con ello las tensiones sociales. Según F. Fischer, entre 1892 y 1904, los chilenos encarcelados por algún motivo llegaron a la cifra de 497.000 personas, esto es el 15,3% de la población
[33]. En Tarapacá hacia 1902 habían 6.550 reos, representando el 6.4% de las gentes, en otras palabras, por cada 50 personas había un detenido, situación ante la cual protestó el mismísimo Emil Körner, el general prusiano-alemán que había reformado el ejército después de la sublevarse en 1891, considerando que las fuerzas armadas se estaban alejando de su misión. Por otra parte, deben tomarse en cuenta una serie de factores que dificultaban la acción política y social como: el control, el castigo y las restricciones impuestas por los propietarios (prohibiciones de reunión o lectura de diarios), las distancias que dificultaban la comunicación, el analfabetismo (según censo de 1895, el 50% de la población era analfabeta), la diversidad de lenguas e idiosincrasias, la lentitud de la circulación de noticias, la falta de recursos, o el mismo debate interno.

Tomando en cuenta la adversidad resulta extraordinario el proceso de toma de conciencia de los subalternos, habida cuenta que la hegemonía se ejercía por la doble vía, como dirían Foucault y Gramsci, de vigilar/controlar/castigar, a través del aparato público de la sociedad política; y, a través del consentimiento espontáneo del dominado forjado por la confianza de la clase dominante, el estímulo a la resignación impulsado por la iglesia y el respeto a la tradición y simbología remachado por la escuela. La ruptura de este doble vínculo es lo que convirtió al subalterno en actor social.

La toma de conciencia indudablemente fue previa al conflicto y no fue un proceso fácil, la forja de la razón proletaria llevó vidas enteras, un tiempo largo rastreado por S. Grez, fue también el resultado de la represión al decir de Vitale, así como de la asociatividad que propone J. Pinto, contexto en que también es importante mencionar la lucha reivindicativa a que se refiere H. Ramírez y evidentemente de la presencia de movimientos de solidaridad, de discusiones internacionales, del aporte de organizaciones (Mancomunal), de los incipientes partidos (Partido Democrático), de la acción directa anarquista, de la actividad de los clubes o centros de discusión y por supuesto de la prensa obrera, por lo que no tiene sentido reducir la aparición de la conciencia de clase a una de estas variables. Del resentimiento pasivo de anteriores décadas, entendido como forma de resistencia, se pasó a la ira destructiva de los emplazamientos, pulperías y todo lo que recordara la explotación, hasta que finalmente hizo eclosión la organización de la fuerza propia para enfrentar al Estado y los patrones, tendencia reflejada en la deslegitimación de la presencia del Estado por parte de los anarquistas, en los intentos de incorporación sistémica a través de la lucha electoral como propusieron los directivos del partido democrático, en la formulación de propuestas de carácter socialista. Esto es lo que transformó al pampino en un actor políticamente activo, es decir en un conglomerado humano, que pese a sus carencias, fue capaz de propagar un proyecto de sociedad, un programa de acción política, una estrategia y una política de alianzas en el entendido que enfrentaban el poder político del Estado.

Pero, eso no es todo. Del relato de Alfonso Guerra y de la lectura de las fuentes escritas, se colige que la mancomunidad de argentinos, bolivianos, peruanos y chilenos, se basaba en una solidaridad de clase, de esto no hay duda alguna. Pero, debe tomarse en cuenta que estamos en presencia de una clase obrera correspondiente al capitalismo-de-los-bordes, por lo tanto, una clase cuyas relaciones de solidaridad excedían el mero cerco de la pobreza, del internacionalismo y el clasismo, percibiéndose claramente la presencia unificadora de elementos propios de una franja cultural
[34] proveniente de la antigua matriz virreynal (a lo menos) caracterizada por un tipo de sociabilidad (música, baile, sentimiento), por la influencia de un paisaje polvoriento, el frío de la camanchaca, el peso de la comunidad y la materialidad circundante, manifestaciones que, aunque estaban siendo horadadas por la chilenización, tuvo todavía suficiente fortaleza como para ampliar el enfrentamiento desde el internacionalismo clasista a lo étnico y cultural. Cuestión empíricamente demostrada por S. González, quién afirma que “Tarapacá era una provincia pluriétnica y multicultural; 36 nacionalidades distintas registraba el censo de 1907[35]”. De manera que esta argumentación podría reforzar la explicación del porque entre quince y veinticinco mil pampinos, de un universo de 110.036 tarapaqueños, bajaron a Iquique donde además cual crisol se fundieron las lenguas y esperanzas de chilenos, aymaras, croatas, alemanes, quechuas, coolíes…

Luego vinieron los días de la derrota total. No fue una derrota de fácil recomposición, aquella fue una derrota estratégica, de aquellas que pueden pre-configurar el futuro, de manera que la polémica sobre el impacto de esta no es banal y merece algunas consideraciones finales. Esto al margen de algunas confusiones comunes presente en la historiografía del mundo popular, como visualizar que el proceso de toma de conciencia es posterior al holocausto, en circunstancias que la toma de conciencia es previa a Santa María; puesto que, demandó romper con la situación de subalternalidad, discutir un proyecto, organizarse, movilizarse y negociar. La bajada a Iquique, evidentemente, es el resultado de décadas de esfuerzos, luchas y procesos de clarificación política.

De esa derrota han emergido diversas interpretaciones que no hacen sino reflejar que detrás de cada historiador hay un proyecto político; por lo tanto, no existe una historia inocente. Por ejemplo, la visión historiográfica de la derecha y de los militares, interpreta el hecho como causal del quiebre de la unidad nacional, argumentación que al calor de lo expuesto en esta comunicación no admite mayor comentario
[36]. Por otro lado, autores influenciados por el marxismo ortodoxo, consideran que la desgracia del 21 de diciembre marca un hito, proyectando a partir de la matanza la movilización y toma de conciencia del movimiento obrero, interpretación que conduce a sobre valorar la presencia del POS y posteriormente del partido comunista en la historia del movimiento obrero a expensas de silenciar el rol del anarquismo, ausencia que debe considerarse en consonancia con la teoría de la “falsa conciencia” [37]. De otra parte, algunos autores ligados a la nueva historia social, en su afán de deslindar con el marxismo a partir de lo que denominan como historiografía “marxista clásica”[38] intentan establecer una línea de ruptura entre el movimiento social y el partido político, sumando a este último las instituciones asociativas e incluso la prensa obrera[39], sublimación esencialista del movimiento social que corre el riesgo de analizar la historia sin un componente fundamental, la lucha política en el Estado, la lucha que desnuda las relaciones de poder, motivo por el cual merma la comprensión del hecho.

Epílogo. En la historia cercana, la del tiempo presente, se encuentran enseñanzas que permiten aquilatar las cosas.

Una derrota es una derrota. Acto seguido, el vencedor pasa a la ofensiva, arrollando, demoliendo, ofendiendo, consolidando el triunfo. Así es como sobreviene la muerte, la destrucción de la organización, el repliegue en la lucha por sobrevivir y la generosidad de los sobrevivientes. Luego viene la clandestinidad, el silencio y el miedo sobrecogedor. Junto a los que murieron otros mueren civilmente y muchos pasan al silencio y otros tantos, como diría H. Arendt, se atrincherarán en el “tesoro de sus recuerdos”. Sólo luego vendrá la nueva oleada, la reorganización, la maduración de estrategias y tácticas y la toma de conciencia de las nuevas generaciones que enfrentaran el desafío de derribar el poder establecido. Mientras tanto, los sobrevivientes repensarán, criticarán, complementarán, o romperán con las antiguas ideas y volverán a la lucha luego de restañar sus heridas. Es el ciclo de la derrota política, el ciclo de la vida y del cambio…a veces incomprendido en el gabinete del historiador

Por eso no nos extrañaron las palabras finales de Alfonso Segundo Guerra Muñoz, cuando refiriéndose su padre señaló…

“Muerto de miedo y de ira dejo pasar el tiempo. Y como no podía embarcarse rumbo al sur subió a la pampa y deambuló con el peso de la derrota. Luego, poco a poco, se vino a Santiago y recomenzó la vida trabajando por aquí y por allá, hasta llegar nuevamente a Llico y recomenzar el ciclo. Fue cuando conoció a mi mamá. Pero, mientras tanto iba pensando en lo que había vivido y se convenció en que ahora era anarquista y para siempre (como efectivamente fue). El sabía que era un sobreviviente y se contactó con otros sobrevivientes y así durante años, junto a otros anarquistas fue armando un nuevo proyecto, recordando, ampliando el horizonte, entrando ahora en la lucha política, hasta que decidió volver a la pampa, con la familia que había armado, para retomar la vida que tanto le había gustado, y para enfrentar el incierto destino. Pero, cuando llegó nuevamente a ‘La Palma’ se encontró con que nadie estaba olvidado que habían plantado una semilla. Ahora el pasado y el presente recorrían la pampa unidos por un himno estremecedor que con la vieja música de ‘La Ausencia’ se hacía presente, era el ‘Canto a la Huelga’ que seguía denunciando que…

Año tras año por los salares
Del desolado tamarugal,
Lento cruzando van por millares
Los tristes parias del capital”
[40].

En fin; no obstante la diversidad de enfoques, la historiografía popular ha logrado avances sustantivos en la comprensión respecto al tema. De esa manera el silencio, la omisión, tergiversación y justificación, tanto de la historia tradicional como militar, en lo que a este aspecto de nuestra historia se refiere, se ha debido batir en retirada cien años después. Por lo tanto, nuestra comunidad puede afirmar que ha contribuido determinantemente a que el botarripios Alfonso Guerra Cornejo, al igual que sus compañeros de martirologio, continúen estando presentes en la memoria nacional.














[1] Me refiero al “pampino” por adopción, Alfonso Guerra Cornejo, de cuya vida hemos conocido a través de su hijo Alfonso Segundo Guerra Muñoz, a quién agradecemos expresamente la gentileza de trasmitirnos la tradición oral que atesoró de su progenitor. El presente trabajo, dada la influencia que tuvo Alfonso Guerra sobre Alfonso Segundo, contempla tres monografías. Una sobre Alfonso Guerra y su inserción en la cuestión social, decisión que lo acompañó de por vida, una segunda sobre su vida después de Santa María, y otra sobre Alfonso Segundo activo participante – tras la huella del padre- en el conflicto salitrero de 1946, en las luchas de los estudiantes nocturnos, en las refriegas de 1957, en las luchas de los sesenta, en las filas de la Unidad Popular, y en la posterior pérdida de sus derechos más elementales en las cárceles de la dictadura y en las luchas de la reconstrucción democrática.
[2] Entrevistas a Alfonso Segundo Guerra. Las conversiones sobre Alfonso Guerra Cornejo se realizaron entre el 1 y 28 de octubre, 2007.
[3] Pablo Artaza, Movimiento social y politización popular en Tarapacá 1900-1912, Ediciones Escaparate, Concepción, 2006; Pedro Bravo, Santa María de Iquique 1907: Documentos para su historia, Santiago, Editorial Del Litoral, 1993; Eduardo Devés, Los que van a morir te saludan, Santiago, Ediciones Documentas, 1989; Colectivo de Autores, “A 90 años de los sucesos de la Escuela “Santa María de Iquique”, Santiago, LOM/DIBAM/UNAP, 1998; Sergio Grez, “transición en las formas de lucha: motines peonales y huelgas obreras en Chile (1891-1907), en, Revista Historia, Nº 33, UC, Santiago, 2000; Julio Pinto, Trabajos y rebeldías en la pampa salitrera, Santiago, USACH, 1998; Hernán Ramírez, Historia del movimiento obrero en Chile, Ed. Austral, Santiago, 1985; Luis E. Recabarren, La huelga de Iquique y la teoría de la igualdad; Santiago, Quimantú, 1971; Luis Vitale, Interpretación marxista de la Historia de Chile, Vol. V, Santiago. LOM, 1993; Gonzalo Vial, “Historia de Chile (1891-1973)”, Vol. I, Tomo I y II, Santiago, Editorial. Santillana, 1971. Sin que sean obras historiográficas o sociológicas tampoco pueden dejar de mencionarse la épica novela de Volodia Teitelboim, Hijo del salitre, Santiago, LOM, 1996 y, Hernán Rivera, Santa María de las flores negras, Seix Barral, Buenos Aires, 2002.
[4] El “enganchador” fue fundamental para dotar de mano de obra a las salitreras. Estas demandaban crecientemente brazos, ya en 1907 funcionaban 177 y hacia 1920 alrededor de 200. Consúltese al respecto, Crisóstomo Pizarro, La huelga obrera en Chile, SUR, Santiago, 1986.
[5] Tema tratado por Julio Pinto, “La transición laboral en el Norte salitrero: la provincia de Tarapacá y los orígenes del proletariado en Chile 1870-1890”, en, Historia, Vol. 25, Santiago, 1990.
[6] Sergio Grez, De la “regeneración del pueblo” a la huelga general, Edic. DIBAM/Ril, Santiago, 1997, p. 705 ss.
[7] Gabriel Salazar, “Voluntad política de matar, voluntad social de recordar (a propósito de Santa María de Iquique), en, A 90 años de los sucesos de la Escuela Santa María de Iquique, Ed. LOM/DIBAM/UNAP, Santiago, 1998, p.291.
[8] Al respecto, Pablo Artaza, Movimiento social y politización popular en Tarapacá 1900-1912, Ediciones Escaparate, Concepción, 2006 (especialmente el capítulo I).
[9] Para un relato y documentación, véase los diarios El Trabajo y Pueblo Obrero de enero de 1908; y, Pedro Bravo, “Santa María de Iquique 1907: Documentos para su historia”, Ed. Del Litoral, Santiago, 1993.
[10] Francisco Sepúlveda, Trayectoria y proyección histórica del Partido demócrata de Tarapacá, Tesis de Grado, USACH, Santiago, 2003.
[11] Ximena Cruzat y Eduardo Devés, El movimiento Mancomunal en el norte salitrero: 1901-1907, Tomo I, II-III, Santiago, 1981 (mimeo).
[12] Eduardo Mïguez y Álvaro Vivanco, “El anarquismo y el origen del movimiento obrero chileno, 1881-1916”, en, Andes, Nº 6, Santiago, 1987; también, Julio Pinto, “El anarquismo tarapaqueño y la huelga de 1907: ¿apóstoles o líderes?”, en, A 90 años de los sucesos de la Escuela Santa María de Iquique, DIBAM/ LOM/UNAP, Santiago, 1998.
[13] Fenómeno común por lo demás para toda América latina. Al respecto, Waldo Ansaldi (coordinador), Calidoscopio latinoamericano, Ariel Historia, Buenos Aires, 2004 (especialmente capítulos XVI, XVII, XVIII, XIX).
[14] Patricio Quiroga y Carlos Maldonado, El prusianismo en las fuerzas armadas chilenas. Un estudio histórico 1885-1945, Ed. Documentas, Santiago, 1988.
[15] Igor Goicovic, Entre el dolor y la Ira. La venganza de Antonio Ramón Ramón, Ed. Universidad de los Lagos, Osorno, 2005.
[16] Según J. C. Jobet, el presidente P. Montt era un “político torpe…enemigo de los humildes…y al servicio de una oligarquía insaciable”. Al respecto, Julio C. Jobet, Ensayo histórico del desarrollo económico social de Chile, México, 1982, p.136.
[17] Como resulta evidente, en este planeamiento seguimos la sugerencia de Wallerstein, pero para evitar cualquier connotación dependentistas, y asumiendo nuevas propuestas socio analíticas hemos preferido nuestro concepto “capitalismo-de-los-bordes”. Al respecto, Emmanuel Wallerstein, El moderno sistema mundial, I. La agricultura capitalista y los orígenes de la economía-mundo europea en el siglo XVI, Siglo XXI, Madrid, 1979; también, El capitalismo histórico, Siglo XXI, México, 1998. La contribución de Wallerstein no es menor puesto que, no obstante partir desde una matriz marxista, se diferencia de los clásicos, al concebir el capitalismo como una unidad planetaria (el sistema-mundo), que al mismo tiempo constituye una economía-mundo estable, concebida como una “desgracia histórica” (fuera de la idea de progreso sustentada por Marx), aspectos que constituyen una unidad de análisis para el estudio de la historia desde el siglo XVI en adelante, perspectiva en la que afirma, respecto a América Latina (una macro-región), que en esta se constituyó un capitalismo periférico, dando por superada la vieja polémica ¿capitalismo o feudalismo en América latina?
[18] Las herencias negativas venían arrastrándose desde el momento de constitución del capitalismo-de-los- bordes y se expresaban en la existencia del latifundio, una visión-de-mundo racista, un sistema político excluyente, actores sociales insatisfechos, deuda externa, ciudades deformadas, fuerzas armadas autoritarias, dependencia externa, y centralización y concentración de la riqueza. Al respecto, Patricio Quiroga, “América Latina: Predominio y crisis de la oligarquía (1880-1930)”, en, América Latina, Revista del Doctorado en el Estudio de las Sociedades Latinoamericanas, Nº 1, U. ARCIS, Santiago, 2002, p. 220.
[19] La tesis de la existencia de relaciones precapitalista o permanencia de la semifeudalidad son tributarias del marxismo ortodoxo, aquel marxismo que interpretó la historia ligada a la idea del progreso continuo, en el cual la imagen a construir era la que presentaba el capitalismo central. Lamentablemente, la ruptura de 1973-1989, interrumpió la polémica, a lo que se agregó la larga crisis de las ciencias sociales y el alejamiento de la ciencia social con esa teoría del conocimiento desde mediados/fines de los ’80, cuando los marxistas fueron nuevamente derrotados al experimentarse la actual tipología transicional, constituyéndose ese período en años de gran desilusión, de grandes experimentos, y de búsqueda de nuevos paradigmas. En fin, estos han sido años de exploración epistemológica la más de las veces motivadas por el desencanto producido por el derrumbe del socialismo de Estado, la consolidación de la economía de mercado en la sociedad chilena y por cierto por la derrota. Como puede verse la historia no tiene nada de inocente, es presa de sus propios fantasmas y de vaivenes políticos.
[20] Jacques Chonchol, Sistemas agrarios en América Latina, FCE, México, 1996, p.115 ss.
[21] Heraclio Bonilla, Nueva Historia General del Perú, Mosca Azul, Lima, 1979, p. 123 ss.
[22] Herbert S. Klein, Historia general de Bolivia, Editorial. Juventud, La Paz, Bolivia, 1987.
[23] Para una visión global, Eric Hobsbawm, La era del capital, 1848-1875, Crítica, Barcelona, 1998.
[24] Víctor Bulmer-Thomas, La historia económica de América Latina desde la Independencia, FCE, México, 1998.
[25] Joan del Alcázar, Nuria Tabanera, Josep Santacreu, Antoni Marimon, Historia Contemporánea de América Latina, Universidad de Valencia, España, 2003, p.148.
[26] La presencia de la oligarquía, en la perspectiva de transformar los objetivos privados en problemas nacionales, es claramente perceptible en la coyuntura inmediatamente anterior a la “Guerra del Pacífico”, en circunstancias que empujó el país al conflicto. En ese sentido las investigaciones de L. Ortega ofrecen un excelente punto de partida para el reestudio de las coordenadas cronológicas de la dominación oligárquica, objeto – por ahora - fuera de nuestro alcance. Al respecto consúltese, Luis Ortega, Chile en ruta al capitalismo. Cambio, euforia y depresión 1850-1880, DIBAM/LOM, 2005 (especialmente, “Una Coyuntura Difícil” 1875-1879, p.403 ss.)
[27] Ricardo Forte y Guillermo Guajardo, Consenso y coacción, Estado e instrumentos de control político y social en México y América latina (siglos XIX y XX), El Colegio de México, 2.000.
[28] Maximiliano Salinas, Historia del pueblo de Dios en Chile, Ed. Rehue, Santiago, 1985.
[29] La historiografía del período consigna una gran variedad de nomenclaturas para tipologizar el período, se habla de Estado oligárquico, Estado excluyente, Estado oligárquico liberal, etc. Recientemente el especialista en asuntos tarapaqueños, Luis Castro, sugirió fundamentadamente el concepto de Estado patrimonial (XII Jornadas de Historia Social de Chile, Valparaíso, 2007). En ese marco sugerimos la noción provisoria de Estado-capturado, sin otra finalidad que la de aproximarnos al objeto de estudio. Lo que sí nos parece que debe abandonarse el punto de vista que caracteriza al Estado de aquellos años como estado parlamentario o estado parlamentarista. En primer lugar, porque no es un estado parlamentario, puesto que la moderna ciencia político al referirse al régimen político señala la existencia de gobiernos presidenciales, semi parlamentarios y parlamentarios; en segundo lugar, porque significa seguir asumiendo el punto de vista formal de la historiografía tradicional; en tercer lugar; porque invisibiliza los mecanismos de la dominación con el consiguiente riesgo de trastocar la historia en descripción de acontecimientos; en cuarto lugar; porque lleva a pensar que efectivamente existió en Chile liberalismo, en circunstancias que liberales y conservadores montaron una máquina casi indiferenciada; en quinto lugar, porque impide reflexionar sobre otras posibilidades de dominio desde el Estado; en sexto lugar, porque no logra remontar las fronteras de la ortodoxia; y, en último lugar, porque la experiencia “parlamentaria”, desde un punto de vista formal discurrió bajo la Constitución “presidencialista” de 1833, en otras palabras nunca existió una constitución de carácter parlamentaria.
[30] El texto de Fernández bien pudiera calificarse como esencial para continuar avanzando en el estudio del período por la importancia que le confiere al Estado. Desde una óptica weberiana logra detectar dos variables analíticas al respecto; a saber, lo que denomina como la tradición político-institucional y la que se detiene solo en la función represiva. Al respecto, Enrique Fernández, Estado y sociedad en Chile, 1891-1931, LOM, Santiago, 2003.
[31] Los afectados, lógicamente, no fueron solamente los pampinos. La misma situación vivieron, por ejemplo, los mapuches. Al respecto, Jorge Pinto, De la inclusión a la exclusión. La formación del estado, la nación y el pueblo mapuche, USACH, Santiago, 2000.
[32] El problema de la caracterización del Estado es un problema recurrente. Al ignorarse que esta va cambiando de acuerdo a las condiciones históricas podemos constatar que algunos análisis dirigen la atención al hecho que en 1907 el Estado no concedió lo que exigieron los huelguistas, ignorando que ese Estado no estaba concebido en términos de asistencialidad. El Estado que concederá asistencialidad, legislación y que regulará la relación trabajo asalariado/capital es un Estado en crisis y transición a otra forma de Estado, un Estado que emerge impelido por nuevas condiciones de desarrollo histórico, presentándose a continuación otro gran mito, el de al existencia efectiva de un Estado benefactor (elemento de otra polémica). Entonces, la simpatía por los humillados por el capital no puede hacer perder de vista que la oligarquía cumplió con su rol histórico en tanto constructora de un Estado excluyente en el que el desdén racial y clasista fue un pivote sobre el que se basó la represión. Estamos, por lo tanto, más allá que el Estado-guardián por cuanto este es concebido para precaver, para defender y actuar ante los embates populares sobre la sociedad establecida, este Estado está más allá, no contempla al subalterno como actor histórico, por lo tanto la represión no es sino una forma de actuar en consonancia con el desprecio hacia el “roto”, cuestión que está directamente relacionado, por ejemplo, con la famosa frase con que se conquisto el espacio patagónico…”el mejor indio es el indio muerto”.
[33] Ferenc Fischer, El modelo militar prusiano y las fuerzas armadas de Chile, University Press, Pécs, Hungría, 1999 (especialmente capítulo VIII, “Las cárceles llenas”).
[34] Peculiaridad que J. Podestá denomina como una “cultura de periferia”. Al respecto, Juan Podestá. La Invención de Tarapacá, Ediciones Campus/UNAP, Iquique, 2004, p.37.
[35] Sergio González, “De la solidaridad a la xenofobia: Tarapacá 1907-1911”, en, A noventa años de los sucesos de la Escuela Santa María de Iquique, Santiago, LOM/DIBAM/UNAP, 1998.
[36] Gonzalo Vial, Historia de Chile (1891-1973), 3 Vol. I, Ed. Santillana, Santiago, 1982; también, Eduardo Aldunate, Las FF. AA. de Chile 1891-1973. En defensa del consenso nacional, Estado Mayor del Ejército, Biblioteca Militar, Santiago, 1988, Carlos Molina, El camino de la unidad nacional, ANEPE, Santiago, 1988
[37] Es indudable que varios de estos autores quedaron atrapados en lo que se denomina como la teoría de la falsa conciencia, aquella que invoca la participación del partido como aspecto fundamental para la toma de conciencia, aspecto que al no ser tomado en cuenta por la nueva historia social hace permanecer la discusión en el nivel que la dejó Ramírez y que transforma los aportes del tanta veces invocado E. Thomson en mera cita, vale decir letra muerta. En otras palabras, la discusión evita el nivel epistemológico, es decir la confrontación con la lectura teórica que hizo del marxismo la primera generación de historiadores adscrita a esa teoría del conocimiento.
[38] En su deslinde con el marxismo algunos historiadores que se reconocen en la nueva historia social han acuñado el término de historiadores” marxistas clásicos” al referirse a Segall, Jobet, Ramírez, Vitale y Barría, sin tomar en cuenta que en la tradición marxista el concepto clásico remite a la obra, precisamente de los clásicos, Marx y Engels, existiendo además toda una controversia sobre si Engels (acusado de haber iniciado la dogmatización) ocupa o no ese pedestal; de manera que, causa extrañeza que a estos autores se les visualice como “marxistas clásicos”, en circunstancia que estamos hablando más bien de marxistas ortodoxos. En ese sentido estos son más bien representantes del socialismo de Estado o de corrientes trotskistas. Esto si tomamos en cuenta la existencia de tres grandes variables en la teoría marxista del conocimiento: el marxismo clásico de Marx, el marxismo ortodoxo y el marxismo crítico, sumándose últimamente una corriente posmoderna de reinterpretación del marxismo. Una vez clarificado este aspecto debemos señalar que esa historiografía por razones políticas minimizó el rol del anarquismo, postuló la idea de la toma de conciencia tras Santa María de Iquique por la cercanía a la fundación del POS, ligó su suerte con la estrategia del MCI que consideraba que las condiciones de la revolución proletaria eran similares en Asia, África y América latina, continentes considerados como colonizados, etc. Ahora bien, dada la repercusión política de esa historiografía no puede dejar de reconocerse que no solamente dio cuenta de la etapa “heroica” del movimiento obrero sino en que convirtió la disciplina en un insumo político masivo de alto impacto en los sesenta y setenta a pesar de sus carencias.
[39] P. Artaza, op. cit, p.119.
[40] Del “Canto a la Huelga”, en, El Despertar de los Trabajadores, Iquique, 21 de diciembre, 1913.